jueves, 6 de julio de 2017

Los ocho más odiados

“Tocamos en el Olympia con un éxito total. Pero los franceses, que conocen muy bien mi obra, me hicieron una especie de planteo. ‘¿Qué le pasa Piazzolla? ¿Qué hace con este conjunto? El mundo está lleno de guitarras y bajos eléctricos, de sintetizadores y órganos. Así es uno más, pero con instrumentos acústicos usted tiene uno de los mejores conjuntos del mundo, vuelva al Quinteto’. Lo pensé y me dije: esta gente tiene razón. Yo soy Piazzolla, mi música tiene que ver con el tango. ¿Qué tengo que ver yo con la fusión jazz rock?", transcribía Natalio Gorin en su libro de conversaciones con el bandoneonista. Antes, había dicho a El expreso imaginario, refiriéndose a Emerson, Lake & Palmer, “ellos me impactan y me voy a casa a escribir. Pero no para repetir lo de ellos, sino para escribir lo mío. Eso me da ánimo”. El momento jazz-rock, en la biografía musical de Piazzolla, encarnó en las dos (o dos y un poco más) formaciones de un octeto pensado, inicialmente, como el grupo para tocar en vivo la música que venía grabando en Italia a partir de Libertango, de 1974.  La primera de esas formaciones incluía a Antonio Agri en violín, Horacio Malvicino en guitarra eléctrica, Adalberto Cevasco en bajo eléctrico, Enrique Roizner en batería, Juan Carlos Cirigliano en piano, Santiago Giacobbe en órgano eléctrico y Daniel Piazzolla en sintetizador, además de Astor en el bandoneón, es claro (tal como se los ve en este video de calidad bastante pobre).
Después de una temporada en La Botonera, de Mar del Plata, el grupo se presentó en La Ciudad, en Buenos Aires, y con un reemplazo de instrumento e instrumentista: el saxofonista y flautista Arturo Schneider entró por Agri. El grupo tuvo un efecto notable en músicos como Luis Alberto Spinetta (que incluyó bandoneón en dos temas del que fue el último disco de Invisible, El jardín de los presentes) o los integrantes del entonces trío Alas (a partir de allí incluirían, también, bandoneón). Este octeto electrónico se separó, no obstante, en el medio del fracaso económico de una gira por Brasil y fue rearmado al poco tiempo por Daniel, a pedido de su padre, "con músicos más jóvenes, que no vengan del tango".  Tomás Gubitsch en guitarra eléctrica, Ricardo Sanz en bajo eléctrico y Luis Cerávolo en batería eran la base. Daniel tocaba el sintetizador, los dos tecladistas eran Osvaldo Caló, ex integrante de Los desconocidos de siempre, en órgano eléctrico, y Gustavo Beytelman en piano y Chachi Ferreyra tocaba flauta y saxo. Sólo quedó una grabación de este grupo, realizada en el Olympia de París en 1977 y largamente inédita en la Argentina hasta su publicación como parte del cuarto volumen de la serie que reúne todas las grabaciones de Piazzolla para los sellos Philips y Polydor –que tuve el honor de curar – y en cuya restauración sonora hicieron milagros Roberto Sarfati y Diego Vila. El grupo fue finalmente vilipendiado por casi todos, piazzollianos o no, y empezando por el propio Piazzolla. Aquí, en un pequeño video de la televisión francesa –un verdadero hallazgo– puede entenderse la profunda injusticia de esa sub valoración: el piano de Beytelman, la guitarra del jovencísimo y genial Gubitsch y un Piazzolla con una energía y un control de su instrumento absolutamente paralizantes.

martes, 20 de junio de 2017

Días de junio. Días de banderas.

Los días de junio trataba de banderas. Banderas del Papa, de las Malvinas, del Mundial. La filmó Alberto Fischerman, mi tío Alberto, con quien sigo dialogando imaginariamente y consultando cada frase que se me ocurre escribir –como hacía entonces– 22 años después de su muerte y que en estos días de junio está más presente que nunca. En esa película, que sucede en 1982 y que dirigió en 1985, los cuatro amigos que se reencuentran –uno de ellos tiene, en lo que era una librería, una fábrica de banderitas que vende en la calle junto con sus hijos– crean una bandera a la que luego prenderán fuego. En una escena, para mí memorable, otro de los amigos, que es profesor de historia, se quiebra leyendo a sus alumnos la carta de Manuel Belgrano al Triunvirato de gobierno, respondiendo a la prohibición de enarbolar una nueva bandera. Aquella carta que concluye diciendo: "La desharé para que no haya ni memoria de ella. Si acaso me preguntan responderé que se reserva para el día de una gran victoria y como está muy lejos, todos la habrán olvidado". Aquí puede verse otro momento, con un joven Garzón haciendo de estudiante "nacional y popular" y un brillante momento de reconocimiento, entre el profesor y otro de sus alumnos, a partir de la enunciación de unas pocas palabras: "18 Brumario".

sábado, 3 de junio de 2017

El amigo americano

Era la voz que cantaba en la banda de sonido de Midnight Cowboy, un film dirigido por John Schlesinger en 1969, con Jon Voight y Dustin Hoffman como protagonistas. La canción, "Everybody's Talking", la había compuesto y grabado Fred Neil en 1965 pero la versión de Midnight Cowboy, la de Harry Nilsson, se convirtió en un hit (sexto en la lista de los Hot 100 de Bilboard) y ganó un Grammy. En la década siguiente participó en varios proyectos con John Lennon y con Ringo Starr, de quienes fue muy amigo. Cantó en "Old Dirt Road", en el disco Walls and Bridges, de Lennon, y éste le produjo su álbum Pussy Cats, donde también toca Starr. Y coprotagonizó con el baterista el film Son of Dracula. Antes, en 1970, había convertido en un éxito "Without You", una canción de Badfinger, el grupo protegido de Paul McCartney. Y en 1967, en Pandemonium Shadow Show, el segundo disco de su carrera –y primero para RCA– había incluido dos canciones de The Beatles: "You Can't Do That" (lado B del single "Can't Buy Me Love", publicado a comienzos de 1964) y la entonces reciente "She's Leaving Home" (Sgt. Pepper se editó en junio y Pandemonium comenzó a grabarse en julio). Como escribió alguna vez Federico Monjeau acerca de la versión de Salgán del tango "Recuerdo", de Pugliese, podría decirse que la versión de Nilsson encapsula a la de los Beatles. Que la incluye dentro y la homenajea. El arreglo, hasta la última estrofa, es prácticamente el mismo. Reemplaza el arpa por un clave y las cuerdas por un grupo de bronces; las voces, en el estribillo, cantan lo mismo que los Beatles. En la última estrofa el corno hace un contracanto nuevo y la percusión (¿una máquina de escribir? ¿la carta que ella escribe desde algún lugar?) toma el ritmo sincopado que, en Sgt Pepper, Mike Leander había escrito para las cuerdas. La cercanía en el tiempo –y la literalidad– hacen de esta relectura un caso bastante atípico. Nilsson, que había nacido en 1941–un año después que Lennon y uno antes que McCartney– murió muy joven, el 15 de enero de 1994, el mismo día en que había terminado de grabar las voces del que fue su disco póstumo, el todavía inédito Papa's Got a Brown New Robe –aunque nada es inédito para Youtube–. Su relación con la iconografía Beatle, en realidad, podría remontarse a 1964, cuando compuso tres canciones para el vilipendiado Phil Spector. Pero su historia no se agota allí. Más allá de algún otro éxito resonante, como la notable canción "One" –con ese cello tan pero tan beatle–, que después interpretó el grupo Three Dog Night, la discografía de Harry Nilsson está repleta de bellísimas canciones. Y, claro, de la herencia Beatle más pura que pueda encontrarse por allí.

viernes, 2 de junio de 2017

Sad galliards

Un invento inglés. Diríamos, el equivalente perfecto de la flema y la ironía: cantar las historias más tristes con las músicas más alegres. Hay muchos ejemplos pero elijo dos, maravillosamente cercanos. Dos galliards. "The Earl of Essex, His Galliard" de John Dowland, pero en su versión cantada,"Can She Excuse My Wrongs", incluida en su Primer libro de canciones (First Booke of Songs)  publicado en 1597. Y, por supuesto, "She's Leaving Home", de The Beatles. Un parentesco que se hace más evidente que nunca en la toma 1, con la mezcla instrumental, editada en el disco 2 de la reciente edición De Luxe de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band –el arreglo en este caso no es de George Martin sino de Mike Leander–.
La canción de Dowland parece ser una canción de amor pero no lo es. En rigor, se trata de un pedido de clemencia para un traidor, el mentado Earl of Essex (Robert Deveraux, en la imagen), que había sido favorito de la reina Elizabeth hasta que dejó de serlo mediante el sencillo expediente de participar en una conspiración contra ella (y ser descubierto). Cuando la canción llegó a oídos de la monarca, el patíbulo ya había sido levantado en el patio de la Torre de Londres y, ya se sabe, tales esfuerzos no suelen ser desperdiciados. Casi al mismo tiempo que la canción Dowland escribió la galliard, para laúd (minuto 4:24 de este video con la magistral interpretación de Nigel North), y volvió a realizar un arreglo instrumental, para cinco violas y laúd (aquí un fragmento), que incluyó en su Lachrimae or Seven Tears, de 1604. Otra versión de "Can She Excuse", por Sting junto a Edin Karamazov en laúd, si bien se aleja del canon de las pulcras interpretaciones historicistas, tal vez sea más cercana a cómo alguien podría haber llegado a cantarla en los comienzos del siglo XVII cuando, según se dice, los laúdes colgaban en las paredes de las barberías para que los utilizaran quienes esperaban, a falta de las aún no creadas revistas de Clarín o La Nación. El video de Sting culmina con un arreglo a cuatro voces (cuatro Stings superpuestos).
Hay otra bella gallarda triste en The Rape of Lucretia, de Benjamin Britten (en el minuto 41:20 de este video) pero difícilmente haya algo más desgarrador que esa pareja en lo alto de una escalera, esa música casi festiva y esas palabras: "She breaks down and cries to her husband/ "Daddy, our baby's gone".

jueves, 1 de junio de 2017

Beatles juice

Hermann Warm era arquitecto. Y se ocupó de diseñar los decorados de El gabinete del Dr Caligari, en 1920, y más tarde, de la magistral Fantasma, de Friedrich Wilhelm Murnau. Él fue quien introdujo el recurso de incluir, en las escenografías, las sombras pintadas sobre el suelo –sombras que la iluminación necesaria para poder filmar, en esa época, hacía imposibles–.
Una respuesta artística a una limitación técnica.
Una hipotética restauración que permitiera ver aquellas películas con la definición que actualmente puede lograrse en la imagen –y con la intensidad lumínica del presente– conllevaría un problema: ¿cómo se verían aquellas sombras pintadas? Un problema que se pone en escena, de manera patente, en la edición "De Luxe", recién editada, de la quincuagenaria banda del Sgt. Pepper. Una banda –ellos o The Beatles– que no sólo pintaba las sombras en el suelo sino que, por primera vez, convirtió esa práctica en principio constructivo.
Podría pensarse que con el grado de tensión que Beethoven o Schubert establecen con los instrumentos de su época la situación es similar. ¿Cuánto de esa cualidad de abismo, de temblor, inseparable de un acorde fortísimo en un fortepiano Conrad Graf del siglo XIX, desaparece en un moderno Steinway o en un poderoso Bössendorfer de factura reciente?
La grabación del sonido es una técnica que se ha perfeccionado notablemente a lo largo de un siglo. Algunos músicos –y algunos productores e ingenieros de sonido– aceptaron los límites de la tecnología de cada momento y trataron de lograr, simplemente, la mayor fidelidad que era posible obtener con ella. La restauración de un registro del quinteto de Dizzy Gillespie con Charlie Parker en el saxo, de Billie Holiday con la orquesta de Teddy Wilson o de Alfred Schnabel tocando las sonatas para piano de Beethoven no ofrecería mayores dudas. Habría que tratar de lograr, en la remasterización, lo que sus responsables originales habían querido: la mayor cercanía posible con el sonido real de esos instrumentos en un ambiente ideal de audición.
Pero hubo músicos que, como Murnau y Warm, tomaron decisiones frente a los límites. Duke Ellington grabó en ocasiones con dos baterías, por ejemplo, porque con la tecnología de la época una sola era casi inescuchable. ¿Cómo deberían restaurarse hoy esas grabaciones para que al otorgarle a esos instrumentos un sonido real no se desvirtuara la otra realidad, la que Ellington había logrado en sus discos? Y, obviamente, The Beatles –incluyendo en esa formulación a George Martin, desde luego– tomaron infinidad de decisiones artísticas a partir de los límites tecnológicos, desde acelerar una grabación para conseguir una mayor –y artificial– separación de planos en la mezcla mono –que era la que Martin firmaba– de "She's Leaving Home" hasta el nivel de detalle –o de falta de detalle– de ciertos pasajes masivos –la orquesta en "A day in the Life"o las superposiciones sonoras de "I Am The Walrus"–. Martin sabía qué sonaba y era totalmente consciente de cómo buscar un determinado efecto con esos medios.
Ya la remasterización stereo de toda la discografía Beatle realizada en 2009 había mostrado parte de estos problemas. En "I Am The Walrus", por ejemplo, se escuchaban desprolijidades que nunca debieron haberse percibido. Los Beatles no hacían lo que era innecesario. No tenía sentido darle demasiada importancia a lo que en la edición final no sonaría más que como un efecto. Pero, claro, al cambiar las reglas del juego (qué es lo que puede oírse) se produjo un efecto semejante al que generaría un corredor olímpico de 1967 puesto en una competencia actual. La velocidad con la que había ganado medallas hoy lo condenaría a un innoble último puesto. Es decir, lo que algunos restauradores no tienen en cuenta es que el cambio de condiciones implica, necesariamente, un cambio en las respuestas frente a esas condiciones. Un corredor actual entrenaría para obtener una cierta velocidad –posiblemente impensable hace cincuenta años– y los Beatles, con toda certeza, grabarían hoy la orquesta de "A Day in the Life" de manera diferente a cómo lo habían hecho.
Pero hay un error aún más evidente, que ya estaba en la edición stereo de 2009 –la caja mono sigue siendo imbatible–: el nivel del bajo. Las líneas que Paul McCartney tocaba en ese instrumento y que iban mucho más allá de las meras notas del bajo de cada acorde, demandaban que pudieran ser escuchadas y, para ello, se lo registraba con una intensidad mucho mayor que la habitual en otros grupos pop de la época. Eso era, no obstante, una respuesta a un límite: el bajo, en las grabaciones de la época y en la mezcla mono que posteriormente se editaba, apenas se escuchaba. Si en una antigua grabación de jazz el sonido de las ediciones del momento provocaba –de manera forzosa– un balance poco real, donde los bajos sonaban mucho menos que lo que sucedía en la audición en vivo, y una remasterización actual recupera el balance que con aquella tecnología era imposible de lograr, con The Beatles sucede algo muy distinto. Martin y McCartney (posiblemente sin el consentimiento de Lennon) ya habían hecho algo al respecto. Y al no tenerlo en cuenta, este nuevo Sgt, Pepper queda convertido en una especie de gran concierto para bajo y grupo de acompañamiento. No era ese el balance deseado y las maneras de comprobarlo son sencillas. Alcanza con escuchar la versión mono –y mejor aún, los vinilos originales– y, si quedan dudas, el nivel del bajo, en estas modernas remasterizaciones, en los casos en que no están a cargo del bajo eléctrico: el doble cuarteto de cuerdas de "Eleanor Rigby", el cuarteto de "Yesterday" y el grupo de cuerdas y arpa de "She's Leaving Home". Eventualmente, donde esta nueva remasterización stereo funciona a las maravillas es donde hay menos trabajo de composición en el estudio. Los momentos en que la banda toca y no hay otra cosa que eso –en "Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band" y en su reprise, por ejemplo– el sonido, y la manera en que aparecen el empuje y la energía del grupo, son formidables.


jueves, 25 de mayo de 2017

El sonido de los sueños












...Una misma historia, una historia de terror, o infantil –tal vez sea lo mismo–, es tomada por dos de los compositores más importantes de la actualidad y desde estéticas poco menos que opuestas. Helmut Lachenmann compone una pieza en gran escala, una ópera donde los personajes son más bien los sonidos, y David Lang una pasión a la manera bachiana –aunque sin nada de Bach– donde el texto es interpelado por otros. El cuento que ambos toman como punto de partida es “La vendedora de fósforos” (o la niña de los fósforos) de Hans Christian Andersen. Y los dos lo cuentan como si se tratara de un sueño. O la ensoñación, en todo caso, es la que da cuenta de ese universo de sonidos subdivididos, espejados y proliferados hasta el infinito, en Lachenmann, y de esa suerte de letanía que cuenta sin pasión la Pasión de una niña golpeada por su padre, tratando de vender fósforos en una noche de navidad, viendo la alegría detrás de las ventanas ajenas mientras muere de frío en la calle. Como en sueños, pasado y presente, el propio mundo y el ajeno, el sufrimiento y la esperanza transitan por ese relato sin fronteras, con la misma naturalidad con que la habitación conocida se transforma en un pasillo sin final, en una caída interminable...

De "El sonido de los sueños", ensayo que da título al libro que, en estos días, publica Debate.

Días y espumas

"Soy snob, aún más snob que hasta hace un rato, y cuando me muera quiero un sudario de Dior", canta Boris Vian en "J'suis snob", con música de Jimmy Walter. Una versión muy lograda de Alberto Favero, que interpretaba su mujer de entonces, Nacha Guevara, introducía la variante "Tengo abono en el Colón pero no voy". Vian, trompetista amateur, letrista de canciones y cantante, autor de muchas novelas ingeniosas y de algunas geniales –La espuma de los días, Otoño en Pekín que, claro, no sucede ni en otoño ni en Pekín–, dijo algunas grandes frases ("la lengua es un órgano sexual que ocasionalmente puede utilizarse para hablar", "los seres humanos se equivocan en conjunto pero parece que siempre tienen razón cuando están solos") y escribió también sobre una de sus pasiones, el jazz. Fue un ferviente defensor del hot y un furibundo enemigo del cool, en una época en que parecían ser opuestos. La encarnación del mal, en música, para él tenía un nombre: Gerry Mulligan. Había nacido en 1920. Murió a los 39 años de un ataque al corazón mientras asistía, de incógnito, al preestreno de la película de la que había sido expulsado después de pelearse con todo el mundo. Se trataba de la adaptación de su novela Escupiré sobre sus tumbas, que en su momento había firmado como Vernon Sullivan por miedo al escándalo. El film fue dirigido por Michel Gast y tiene una bella banda de sonido de Alain Goraguer,

miércoles, 24 de mayo de 2017

Dos guitarristas

Nels Cline y Julian Lage:
https://www.youtube.com/watch?v=Hzy97Bao4NE

domingo, 21 de mayo de 2017

Naqsh

El viernes, con amigos, veo un disco que Guillermo Hernández, de Minton's, le llevó al dueño de casa. Músicas desconocidas para mí. Dos iraníes, la guitarrista Golfam Khayam –con mucho, y bueno, de Ralph Towner– y la clarinetista Mona Matbou Riahi, que conforman el dúo Naqsh. Investigo, escucho y recomiendo.

viernes, 19 de mayo de 2017

Cuervos

Se está representado hasta el domingo, en el CETC (Centro de Experimentación del Teatro Colón), el extraordinario monodrama El cuervo, del compositor Toshio Hosokawa sobre el poema de Edgar Alan Poe. La puesta es de Federico Lamas, un videasta e ilustrador. "El cuervo" (el poema) ha tenido a lo largo de la historia, diversas ediciones ilustradas, firmadas por algunos de los más célebres en el oficio: John Tenniel (el ilustrador de Alice in Wonderland, de Lewis Caroll), el genial Gustave Doré –las más cargadas de simbolismo– y nada menos que Édouard Manet, para le edición traducida al francés por Stéphane Mallarmé. Aquí, algunas de ellas.

 "El cuervo" según Tenniel






































"El cuervo" según Doré






































"El cuervo" según Manet















































jueves, 18 de mayo de 2017

El cuervo

De Queen a Lou Reed pasando por Alan Parson's Project y desde ya por Boris Karloff y Bela Lugosi, el repetitivo cuervo de Edgar Alan Poe ha sido siempre un clásico a la hora de convertir la inquietud en una de las bellas artes. Toshio Hosokawa, uno de los compositores más importantes del momento –y tal vez uno de los pocos en continuar una cierta herencia de Giacinto Scelsi– compuso, a partir del poema, un melodrama para mezzosoprano y 12 instrumentistas. Hoy se estrena en el CETC con la gran Adriana Mastrángelo como protagonista, puesta de Federico Lamas y dirección musical de Natalia Salinas.

martes, 16 de mayo de 2017

Rudepoêma

Fue el compositor de la música de la película Green Mansions, dirigida por Mel Ferrer y con él y Audrey Hepburn como protagonistas. Fue el ideólogo del extraordinario plan de educación musical implementado por el gobierno populista (¡oh no!) de Getúlio Vargas. Y sus obras posteriores a la década de 1940 fueron señaladas abundantemente por la intelligentsia musical de su época como pintoresquistas y superficiales. Lo que puede decirse con certeza, en todo caso. es que, salvo por su música para guitarra y alguna de sus Bachianas brasileiras, Heitor Villa-Lobos es un desconocido. Una de sus obras más geniales es una suerte de largo poema sinfónico para piano solo llamado Rudepoêma, compuesto en Río de Janeiro entre 1921 y 1926, algo así como la consagración de una luminosa y excéntrica primavera amazónica. Artur Rubinstein fue uno de los pianistas que interpretó esta obra. Y no hay muchos más, en parte por sus inmensas dificultades de ejecución que anticipan, claro, al pianismo híper polirrítmico de Egberto Gismonti. Entre los que sí está el notable Marc-André Hamelin. Aquí y aquí, puede escucharse –separada en dos partes– su memorable interpretación de Rudepoêma.

lunes, 15 de mayo de 2017

Música para detectives











Denis Martin escuchaba, solo en una habitación, la Sonata Hammerklavier de Beethoven. El comisario Fabel –uno de los dos detectives, el políticamente correcto, de Craig Russell– viaja en auto y escucha E.S.T, el notable trío del malogrado pianista Esbjörn Svensson (murió haciendo buceo en un lago sueco). Charlie Parker, el detective de John Connolly, más allá de su nombre, no tiene ninguna afinidad con el jazz y elige, en cambio, el country. Harry Hole suele elegir más o menos la misma música que presumiblemente le interesa a quien le dio vida, Jo Nesbø, que integró alguna vez la banda Di Derre: pop y post punk. Y Harry (Hyeronimus es su nombre pero casi ni se anima a decirlo) Bosch comparte fanatismos con su creador, Michael Connelly: Frank Morgan, sobre todo, y en particular el extraordinario tema "Lullaby", en dúo con el pianista George Cables y, últimamente, la juvenil saxofonista Grace Kelly (nacida Chung), a quien ha decidido darle una mano. En la novela The Crossing Bosch, mientras trabaja por primera vez para la defensa en lugar de la fiscalía, se toma su tiempo, además, para escuchar esta maravilla: "Naima", de Coltrane, por el saxofonista John Handy junto con Bobby Hutcherson en vibráfono y Pat Martino en guitarra eléctrica, Albert Stinson en contrabajo y Doug Sides en batería.

domingo, 14 de mayo de 2017

Estudios para lágrimas


"El primer problema tiene que ver con lo que podría llamarse el mercado. Lo que sucede es que ese mercado no existe", me decía Mariano Etkin en una entrevista realizada en ocasión de la retrospectiva que, en 1999, le dedicó el Ciclo de Música Contemporánea del San Martín. "No hay una circulación de productos y no hay una demanda para que esos productos sean ofertados, salvo en cenáculos absolutamente restringidos. En ese sentido, está claro que la posición de la música es de una debilidad mucho mayor que, por ejemplo, las artes plásticas. Porque en la música no hay mercancía." Formador de varias generaciones de creadores, en las universidades de Tucumán y de La Plata, ensayista brillante, autor de la banda de sonido de la película Los siete locos, de Torre Nilsson, y compositor de alguna de la música más bella e intensamente secreta, Etkin murió el año pasado, el 25 de mayo.
  "¿Qué pasa en este país con el canon?", se preguntaba en aquella entrevista. "Que directamente no hay un canon. Los compositores hacen tocar y grabar sus obras cuando se presentan posibilidades. Y eso es todo. No hay registro histórico. No hay interés. Brasil o Venezuela, sin ir más lejos, aun con una tradición cultural menos fuerte, demuestran una preocupación por sí mismos que nosotros no tenemos. Acá estamos huérfanos. Lo que hacemos los compositores se parece mucho a la astrofísica. Si se le pregunta a un investigador en ese campo qué difusión tienen sus proyectos, su percepción debe ser muy similar a la que tenemos los que componemos música". Tal vez no alcance para edificar ese canon ausente pero el Teatro Argentino de La Plata encargó a Etkin una obra, en la que el compositor trabajó hasta pocos días antes de su muerte y a la que tituló Estudios para lágrimas. Hoy a las 18, en la apertura de su temporada sinfónica, el Argentino la estrenará con su Orquesta Estable, dirigida por Pablo Druker. El resto del programa no podría ser más estimulante: fragmentos de la Música incidental para Rosamunde, de Franz Schubert, y la descomunal –y descomunalmente modernista– Sinfonía Nº 4 que Charles Ives compuso entre 1910 y 1916 y en cuya interpretación participará el Coro Estable del Argentino, que contará con la preparación de Hernán Sánchez Arteaga. "Cada compositor tiene sus propias preguntas y sus propias respuestas. Para mí, lo instrumental es un eje fundamental. Me interesa restringir campos y me importa la idea del tiempo musical como un tiempo distinto del que transcurre fuera de la obra", decía Etkin. En ese tiempo, y en el de los estudios y en el de las lágrimas, qué duda cabe, sigue viviendo. 

sábado, 13 de mayo de 2017

Todavía lo llaman jazz










En Tucumán, donde esta tarde daré, dentro del festival de jazz de la ciudad, la segunda parte de un curso llamado Escuela de oyentes, ideado por Adrián Iaies, el director de dicho festival, recuerdo al mejor programa radial de la historia, Todavía lo llaman jazz, que hacía Jorge Andrés en la vieja y buena Radio Municipal. Y nada mejor para recordarlo que el dúo del pianista turinés Roberto Negro y el violinista francés Théo Ceccaldi (elegido recientemente "músico del año" por la revista Jazz Magazine)

Desde otra parte










La categoría "música contemporánea" habla más de un género que de una cuestión temporal. Hay tradiciones (también una tradición de "lo contemporáneo") en diálogo con las cuales se constituye esa idea. Pero no todo viene del mismo lado. Aquí, algo del Quatuor Ixi, donde tocan los violinistas Régis Huby y Théo Ceccaldi, Guillaume Roy en viola y Atsushi Sakaï en cello. Se trata de una actuación en un festival de jazz europeo. Y cuestiones de las fronteras, o de su difuminación, en noviembre estarán en Buenos Aires, actuando en el Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del Teatro San Martín.

El orden de las bibliotecas







Podría tratarse de uno de esos pliegues del habla, originados vaya a saberse cómo. Ese “se” convirtiendo en reflejo aquello que no lo era podría ser un mero modismo al que la literalidad confiriera un viso cómico, como en la clásica adminición de las maestras a los niños argentinos: “No se copien”. No hay allí, se sobreentiende, ninguna referencia a una supuesta tendencia a la autorreplicación por parte de los educandos sino, tan sólo, la naturalización de algo que, en algún momento, posiblemente no haya sido otra cosa que un error. Este caso, en cambio, es de naturaleza absolutamente diferente. Porque cuando se pregunta “cómo se ordena una biblioteca”, la reflexión del verbo no podría ser más pertinente.
  No es que no haya voluntad ni intención alguna por parte de sus propietarios. Ni que sea imposible detectar algún signo de su personalidad subyaciendo el aparente caos. Pero nadie que tenga una, o que en alguna ocasión haya contemplado las ajenas, puede tener dudas acerca de que son las propias bibliotecas las que se ordenan a sí mismas. Parten, es cierto, de algún diseño. Es posible encontrar, como base de ese palimpséstico orden final, la segunda edición de El hacedor, en el segundo estante comenzando desde arriba, y más o menos en el centro. El propietario recuerda haberlo puesto allí. Y cree, y hasta se atrevería a aceptar apuestas, que eso tuvo que ver con que ese estante estaba destinado al grupo de la revista Sur y sus satélites. Podría jurar que al lado de los libros de Borges –y ya ahí hay un error, porque no hay tales libros sino apenas el solitario El hacedor– está un volumen de cuentos (o novela corta, no lo recuerda) de Norah Lange, titulado, le parece, Personas en la sala.
  Es obvio, y el lector ya lo ha adivinado. El libro de Lange debe estar en alguna parte. Él no lo ha prestado ni lo ha visto en las últimas décadas, ni siquiera para comprobar si el título es el pretendido y si se trata de cuentos u otra cosa. Pero no puede encontrarlo. Es decir, él ahora, definitivamente, quiere encontrar ese libro en particular y realizar esas comprobaciones y, puesto en tales menesteres, hasta releerlo. Por lo menos de manera salteada. Pero el libro no aparece. Y para hallarlo habría que comenzar a sacar volúmenes de los estantes. Habría que mirar detrás de las segundas y terceras filas de los que, ya horizontales, se han ido posando sobre los verticales o han ido configurando espesas capas superpuestas, ocultándolos. No hay allí otra voluntad que la de la biblioteca misma. Es ella la que se ha ramificado, la que ha provocado la proliferación de algunas de sus ramas y el atrofiamiento de otras, la que, como hiedras voraces, se ha dedicado a ocultar o revelar, de maneras que escapan al conocimiento, y a la comprensión, del propietario.
  El libro de Lange no será encontrado. O no esta vez, por lo pronto, pero, en cambio, será descubierta junto al libro de Borges una olvidada edición de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob que significarán, o que podrían significar, un inesperado placer. El propietario puede, todavía, reconocer algo de sí. Le viene a la memoria, vaga, absolutamente indecisa, una frase de Borges atribuyéndole a este libro el origen de su propio estilo. No se atrevería a citarlo públicamente; ya no sabe si en efecto recuerda la frase, o si lo que recuerda es haberlo pensado por su cuenta. Sí le llega, como un ramalazo cargado de significaciones, parte del segundo cuarteto de un soneto de Borges: “…la memoria, esa forma del olvido / que retiene el formato, no el sentido / y que los meros títulos refleja…” Puede haber sido él quien dejó a Schwob junto a Borges. Podría ser, es cierto. En cambio, no hay manera de entender por qué el libro contiguo es Hotel de Arthur Hailey. No sólo no lo compró, ni lo leyó (sin embargo, algo, un olor a arena en el cuerpo, un sonido de viento entre los árboles, le dice que, tal vez, en unas vacaciones en una estancia de la provincia de Buenos Aires, o en alguna urbanización inconclusa cercana a la costa del mar, sí lo haya hecho) sino que, de haberlo leído, jamás lo hubiera conservado y, mucho menos, lo hubiera puesto allí.
  La biblioteca podría ser una forma de la ciencia. O del conocimiento. Como otras, sería incapaz de predecir pero, dado un determinado conjunto de datos, siempre se las arreglaría para encontrar las conexiones e incluso las causalidades. Nada liga, en primera instancia, el alzamiento de las legiones de Piseno a favor de Sila, al mando de Gnaeus Pompeius Magnus, con el asesinato de Isabel de Baviera a manos de un anarquista italiano –en 1898 y mucho antes de que Romy Schneider la convirtiera en Sissi–. No obstante, basta con poner un acontecimiento junto al otro para que broten las relaciones entre ellos. De la misma manera, la biblioteca ligará a Borges con biografías apócrifas y con hoteles. Allí debería ponerse, entonces, Los que aman odian, piensa él, entonces, imaginando un nuevo posible orden a partir del ya establecido por los objetos. Están quienes disfrutan con esta posibilidad, y la fomentan, dando a la biblioteca las máximas libertades para que se ordene. Y los que, infructuosamente, hay que decirlo, buscan doblegarla. Ellos, como los obesos que se remiten a un peso ideal (nunca más ideal y menos ligado al peso) que, en rigor, sólo poseyeron en algún lejano día de un año remoto, recuerdan un orden y creen poder lograrlo nuevamente alguna vez. Es cuestión de tiempo, se dicen. De dedicación. Como el régimen para adelgazar de los que fantasean con un peso imaginario, el orden de esas bibliotecas siempre sucederá en otra época; invariablemente comenzará el día, la semana o el año siguiente. Como los gordos eternamente adelgazantes, estos propietarios no reconocen a la realidad como tal. La ven como una deformación cuando, en realidad, es la única certeza.
  No obstante, la biblioteca, para ordenarse, necesita del propietario. Hay allí un juego. Una tensión. El orden de la biblioteca no podría lograrse jamás sin otra voluntad que estableciera con ella alguna clase de tirantez. Y es que es necesario consignar que, así como fracasan los intentos de domeñarla por completo, también lo hacen los que no le oponen resistencia alguna. Las bibliotecas no logran procurarse un orden si no tienen con quien combatir (o debatir, o competir, o corregir). Y en ese sentido, merecen una especial consideración esos escarceos con los que  los propietarios, con mayor o menor consciencia acerca de la relatividad de sus afanes, piensan un orden originario. La primera dificultad, menor, podría decirse, tiene sin embargo alcances gigantescos y se origina en una contradicción topológica. La dirección de la lectura, indiscutida en las culturas de tradición europea, va de izquierda a derecha. Pero el hecho de que las tapas de los libros respondan a esa direccionalidad conlleva una consecuencia impensada. Una vez que los libros son colocados de manera vertical, en tanto lo que queda hacia afuera es su lomo, que no es otra cosa que su reverso, las tapas quedan a la derecha. Y eso obliga, ya en el comienzo de lo que será el primer (y nunca definitivo) ordenamiento de la biblioteca, a optar entre dos convenciones igualmente fuertes.
  Si se elige ubicar a los libros siguiendo a sus tapas, es decir acostando lo que sería una prolija pila vertical, quedarán de derecha a izquierda. Si se intenta respetar la direccionalidad de la lectura occidental, lo que quedará en el frente de cada volumen será, de hecho, su contratapa salvo que se los ubique con el lomo hacia adentro (cosa que posiblemente nadie haría). Una vez resuelta esta cuestión, que prefigurará mucho –no todo– de su futuro, quedan las cuestiones propiamente clasificatorias. Muchos muestran una preocupante preferencia por la manera más cómoda pero, a la vez, más superficial e ilógica: el orden alfabético. Equivalente bibliotecológico del populismo más ramplón, el éxito fácil de una búsqueda se impone a cualquier criterio profundo. Carver junto a Collins o Cavafis, Lotman al lado de Ludlum, Murakami con Murena, T. S. Eliot con Bret Easton Ellis. Otros, en una fórmula de compromiso, combinan el orden alfabético con otras categorias, utilizándolo dentro de grupos excluyentes entre sí, por ejemplo, poetas franceses. Parece mejor, pero provoca rispideces como encontrarse con Michaux antes que con Villon o contigüidades indefendibles, como la de Rimbaud y Ronsard.
  Ciertas fórmulas fuertemente ligadas al irracionalismo pueden, en cambio, tener sentido. Una biblioteca ordenada por fecha de compra –o de lectura– de los volúmenes, por ejemplo, podría deparar hallazgos sorprendentes y revelar afinidades insospechadas entre los libros contiguos. Eventualmente, proporcionaría un mapa bastante claro de los intereses del propietario, y su evolución pormenorizada a través del tiempo. Cada sector de la biblioteca funcionaría como una especie de fotografía. Allí estarían sus avergonzantes intereses de la década de 1970, su renuncia a lo trascendente en la década siguiente y su claudicante seguimiento de los gustos propagados por algunos suplementos culturales en los años subsiguientes. Sería curioso comprobar cómo ese ordenamiento tan poco ligado a la doxa acabaría provocando otros mucho más tradicionales. Es posible que en esa hipotética biblioteca todos los libros de Anagrama, o por lo menos todas las novelas de Auster o Martin Amis, estuvieran juntos. Libros que mencionen al mar. Libros que hablen del tiempo. Libros que deberían tener cien páginas menos que las que poseen. He allí otras posibles categorías que podrían intentar regir una biblioteca.
  Libros comprados, libros robados y libros recibidos como obsequio, podrían configurar también una taxonomía útil. Libros comprados junto a ex novias o novios, o regalados por ellos o ellas. Libros odiados y libros queridos. Libros que cuentan una sola historia o que se diseminan como ríos. Libros que expresan dudas o que prometen certezas. Libros leídos muchas veces y libros que no serán leídos jamás. Que pretendían más que lo que lograron o que, por el contrario, consiguieron mucho más que lo buscado. Pedantes y humildes. Más importantes que bellos o más bellos que importantes. Hay, en realidad infinidad de clases posibles, mucho más reveladoras que las tradicionales por colección o tamaño, elegidas principalmente por abogados, médicos o ingenieros –en el caso de que lean o de que consideren importante lucir una biblioteca– o la academicista discriminación por géneros, cuyo paroxismo consiste en el subordenamiento por escuelas, estilos y cronología. Lo innegable es que en las bibliotecas no existe el desorden. Todo es –o podría ser– significativo. Es un territorio vedado al puro azar y aun cuando este pudiera estar en el origen de algún agrupamiento involuntario, acabará queriendo decir algo. Como en las capas geológicas o la estratigrafía de los arqueólogos –o, quizá, como en el psicoanálisis–, el orden no está en lo observado sino en la mirada de quien lo observa. No cuesta, al fin y al cabo, encontrar una voluntad y una intención, un gesto que une desafío y juguetona complicidad, en la manera en que las bibliotecas muestran y ocultan. Y, además, en cómo, con el tiempo, cambian sus estrategias y sus preferencias, revelando aquello que estaba velado, o escondiendo lo que antes era evidente. Los designios de las bibliotecas pueden expresarse por sí solos o valerse de otros. En ocasiones podrá ser una empleada doméstica distraída la que derribará una pequeña torre colocada en precario equilibrio en el borde de un estante atiborrado, y volverá a ponerla en otro orden y, posiblemente, en otro lugar. Pero quienes conocen a las bibliotecas saben que la empleada no fue dueña de sus actos. Que el libre albedrío tiene límites. Y que ellas, las bibliotecas, en su permanente afán, en su inevitable obsesión por ordenarse, no se detienen ante nada.